Efermo yo?

No, médico. No es propio de tu arte el curar esta calentura. Te engañas, o son falaces sus síntomas. El fuego que arde en mi seno es inmenso. No creas que para mitigarlo basten tus bebidas. Aunque bebiese el Rio Rhin entero, no sentiría alivio alguno.

Tú dices que esta fiebre es causa de los accesos a que se abandona mi mente de tiempo en tiempo. ¿Y qué? ¿Parécete acaso que yo deliro? Tú me calumnias. Mi razón es tan sólida como puede serlo la de otro hombre. Mi alma contempla un objeto... ¡Ah! Tú no sabes qué objeto contempla, y con cuánta intensidad...

Fija los ojos en el sol en un mediodía de julio. Mira con detención su brillante disco, y recoge dentro de tus pupilas su inmenso resplandor. Titubearás dentro de poco, y los objetos que te rodean desaparecerán pronto de tu vista.

¡He aquí mi situación! Lleno enteramente del caro objeto por el cual vivo, mi corazón no enferma como pretendes. Guarda, pues, para los miserables sepultados en el lecho del dolor tu ciencia, si alguna tienes, y tus cuidados. Nunca habrás visto otro hombre más sano que yo.

¿Y sería posible que un hombre enfermo amase como yo amo? Existo todo en ella, no veo más que a ella; no busco, no quiero otra cosa...

¡Crueles! Dejadme en mi felicidad, acaso hago mal a alguien con este amor que siento, que mas da si vivo engañado. Si yo diese un paso atrás, entonces tal vez necesitaría de los socorros de vuestro arte. Pero no, serían inútiles: moriría.